martes, 21 de julio de 2009

El bar. (Para el señor Rodolfo)

A mi no me gusta el bar, pero me gusta. Y aunque sea una contradicción que me constipa, que me pone tantas veces de mal humor como del bueno, guardo de aquel lugar cuantiosos recuerdos. Abre sus puertas a las nueve, la cafetera esta lista, los televisores prendidos, el salón impecable y el delantal puesto. El primer cliente de la mañana se sienta en la mesa que más le guste, es una elección tan intima elegir una mesa en el bar y siempre nos parece tan común ver a otros sentados, distribuidos por aca y por alla. Isidro Casanova no es un lugar bonito, la ruta nacional número 3 atraviesa la ciudad, los colectivos llenos vienen desde los kilometros con destino Capital y visceversa. Cientos de personas pasan una y otra vez por la vereda del local, algunos rostros son repetidos, otros novedad. Cuando llueve, Casanova se pone más gris de lo que es y muchas veces me he lanzado a la tarea de atender a los refugiados. Los días lunes con lluvia entristecen aún mas el paisaje, muchas son las veces que he llorado y visto llorar. Los días lunes son nefastos para aquellos que tienen ganas de llorar. En primavera los vendedores de flores, ofertan rosas rojas y ramitos de jazmines y cada tanto un enamorado cruza el umbral con un enorme ramo de flores al encuentro de una sonrisa que festeja el obsequio. Las parejitas vienen hasta aquí para disfrutar la discresión que ofrecen las últimas mesas, también hay amores clandestinos y últimas historias de amor.
El bar es parecido a otros bares, quizas un poco más grande que la mayoría, tiene enormes ventanales de vidrio y una vista única a la ruta inquieta. La clientela es surtida, pero se destacan los mismos personajes de siempre. Un señor me habla con pasión del libro que esta leyendo, mientras otro señor cargado de amargura pide un cafe doble, el diario y permanece sentado por horas. Una mujer de cabellos negrisimos se inserta a la escena y pide que le preparen un te, se la ve más flaca, más jovial. Su hijo esta estudiando para ser médico y ella lo menciona con mucho orgullo. Otro señor setenton se escapa de su señora y viene a hacerme compañia como todas las tardes. El tiempo aquí no es el mismo que afuera, ni tampoco es el que pasa por el reloj de mi casa. El mismisimo cronos se sienta en la primer mesa y se olvida por un rato de ejercer sus obligaciones. Mientras yo, acomodo copitas en los estantes y me olvido de quien soy. A las dos de la mañana se cierran las puertas y quedan como naufragos los últimos pasajeros que venian en colectivo. Se apagan las luces y la noche nos hace de sereno, las lamparitas de afuera titilan y Casanova se duerme por completo.

Julia Nocte